El policía revisa a todos los hombres antes de que entren a Los Angeles y las mujeres se dirigen hacia un letrero luminoso: «Mujeres». No es más que una estancia vacía y descarapelada, con dos espejos. Huele a polvos de arroz y a perfume. Allí, las futuras bailadoras se peinan por enésima vez y vuelven a cubrirse los labios con un color nuevo a todo mecate. Una saca de su bolsa un pequeño pomo de cold-cream y se lo pone en las mejillas y en los pies.
– ¡Mira qué zancona está mi falda!
– Ni se nota…
– Es que también la blusa me queda rabona. Le saqué de la falda para las mangas…
– ¿Y qué?… Lo que no se vé no se juzga…
Reconfortada, va a posarse junto a la parvada que espera a lo largo y a lo ancho del enorme salón de baile. Cruza, mañosa, una pierna sobre la otra, y a ver quién la saca.
Cachito, cachito, cachito mío,
pedazo de cielo que Dios me dio…
Dos orquestas se turnan, pero las dos son igualmente sonoras. Una toca cha-cha-chá y mambos, danzones y merecumbés. La otra, blues y canciones sentimentales de moda. A cada rato se escucha:
Yo soy, el icuiricui
Yo soy, el macalacachimba…
Aquellos que se ven tan serios en la calle, rostros estáticos, esinges en los camiones, aquellos que se hacen la boca chiquita, del ceño fruncido, se sueltan el pelo en el baile y de qué manera. «¡Ay, que vacilón! ¡Qué rico vacilón!» Un estudiante con su cachucha en la bolsa trasera del pantalón baila a pura zancadilla rusa. El sudor cubre las frentes y las mujeres relinchan nerviosamente… Una, dos; una, dos. Patean. Mueve las caderas. ¡Ay mamá qué lancha! y van de un lado para el otro, cabeceando…
Voy por la vereda tropical,
la noche plena de quietud…
Bajo las blusas de encaje nailon, la respiración se vuelve entrecortada. ¡Qué rico es bailar, Dios mío! Casi todas las mujeres llevan cinturones de plástico, cerrados con un pasador de pelo negro y, muchas, anteojos negros para imitar a las gringas que salen en las revistas. Una muchacha de anteojos de hueso blanco -muy linda- se sentó en la banca con su abrigo puesto. Los lobos se acercaron para sacarla a bailar. Pero no le decían nada. Algunos le daban un empujoncito (órale tú), otros la miraban con ojos de perro que interroga y los más atrevidos le tendían la mano. Cuando un muchacho alto, moreno, de copete, con su chamarra del Poli se sentó junto a ella, recogió su abrigo alrededor de su cuerpo para evitar el contagio y volvió el rsotro hacia la pared.
Tú ya verás cómo te voy a querer.
Tú ya verás cómo te voy a besar…
El sistema de sacar a bailar es sumamente complicado. Hay entre las jóvenes sentadas -que en los Estados Unidos se llaman «flores de pared» y son temas de muchos estudios psicológicos -quienes no aceptan invitación de Perico de los palotes ni se echan como náufragos sobre el primero que llegue. Prefieren quedarse horas enteras, a solas con su virtud, para luego comentar victoriosas: Yo no bailo con cualquiera. Esperan durante sus veintiocho años, treinta, treinta y cinco, cuarenta (después ya no van) a que su hermano les presente algún conocido. Entre tanto no entablan conversaciones duraderas. Nadie ríe. -Aquí venimos a bailar, o, si no, a ver bailar. Lo demás es puro güiri-güiri.
Si Los Angeles tiene aspecto de cabaret, el Salón México es una pensión de familias invadida por muchachas humildes y costureritas de la capital. Ninguna se ha cortado las trenzas y todas se restregaron con zacate y jabón. guijarros pulidos en el río. Todavía traen el pelo mojado bajo el apretado tejido de las trenzas. Entre baile y baile van a sentarse a las bancas sin cruzar palabra con su compañero, los ojos bajos, la mirada en el suelo. Las manos mansas -como pétalos- las rodillas juntas, como si estuvieran oyendo misa, se asombran de que el hombre las haya retenido un poco más entre sus brazos: -Fíjate, se me acercó mucho y sentí que se me encajaba la hebilla de su cinturón… (Los hombres se hacen desentendidos, miran de reojo, arrastran los pies al caminar, platican en grupitos y se dispersan apenas suenan las notas de la próxima pieza.) En el extremo de una banca, un joven envaselinado se come las uñas como si de ello dependiera su tranquilidad moral. Le tiembla una pierna… tas, tas, tas, tas, tas, ts, ts, ts, ts, y él no hace nada por retenerla.
Como los hombres, los salones de baile tienen apodos. Al Salón México -el más conocido de todos- le dicen «El Martillo», al Salón California «El Cálifa», al Salón Colonial «El Huacal», al Anáhuac «El Overol» y al Salón Los Angeles «El Cielo».
Siempre se hace tarde. A la salida, las muchachas corren, Margaritas frescas, Susanas espigadas, Rosas presurosas, Martas temerosas, Conchas enternecidas, Bertas y Lupitas de quebradizas cinturas, y, como manojos, se dirigen hacia la parada del camión. Si el camión no viene, pues ni modo, un coche. Habrá que enfrentarse a la patrona, a la mamá, a la tía. Y entre el bisbiseo, los revoloteos y las apuraciones surge el milagroso: -Sabes, Toño dice que si quiero ser su novia…
Del libro: Todo empezó en domingo
Autores: Alberto Beltrán y Elena Poniatowska
Fondo de Cultura Económica, 1963