Un bailarinUn hombre mayor, con saco blanco, zapatos sin lustre y cara dura, arrastra su pierna derecha por el perímetro del salón. La brillantina le embarra hacia atrás el cabello negro. Se detiene ante una mujer muchos años menor, que primero lo rechaza.

El robusto brazo extendido insiste y ella accede.

Bien plantado en el eje de su pierna sana, sin descender un instante la mirada, recorre paso a paso las posibilidades dancísticas de un metro cuadrado. Sus pequeños ojos ignoran la sonrisa de la joven que los sigue sorprendida.

La música cesa y ella vuelve a su butaca. El reanuda su ronda irregular por el salón.

Guillermo Salgado está por cumplir 60 años. En el lapso en que muchos dan un paso, sus zapatos de charol negro exploran tres o cuatro. Con todo, no es el más hábil, pero tiene la facha necesaria.

De rostro moreno y bigote recortado, viste camisa amarilla con bolitas negras, saco claro de algún traje, gafas oscuras y cadenas para adornar.

Ninguna parece negársele. Las dos muchachas bien maquilladas que se alternan con él en la última hora quizá no contarán que estuvieron aquí con el personaje por quien ahora se dejan apretar.

A los 13 años aprendió que “a cada baile hay que darle su clase”, y después, que no siempre la más bonita es la mejor acompañante.

“Aquí viene uno a bailar, no a lo bonito. Sé porque empecé chamaco en esto, cuando me iba de kermesitas chicas, luego al México, al Los Angeles. Mira esa señora, así como la vez, baila rebién. Esa otra también la conozco, les encanta el cotorreo y a veces nos ponemos de acuerdo; pero te voy a decir, para irse al hotel es igual, todas da lo mismo, grandes, chiquitas o chaparritas, pero pa’ bailar ahí sí no”.

Se gana la vida desazolvando cañerías y haciendo monumentos para muerto. Al pasar un pañuelo por la frente destaca en su mano un anillo matrimonial.

“Nooo, nunca la traigo. La esposa nada más es pa’l hogar. Si le gusta bailar, pero no. Ella me arregla mis garras; cada semana me cambio de ropa, zapatos y todo; siempre me vengo para acá bien arreglado, pero yo solo”.

Se alisa el pelo con ambas manos y regresa a lo suyo. Con nueva pareja se arrima cuando corresponde, le da aire, gira y la hace girar, punta-talón y vuelve al abrazo ondulando la cadera, sin un solo titubeo.

Fuente: Macrópolis, 16 de julio de 1992.